martes, 19 de junio de 2007

Carta al editor de El Correo mercantil, político y literario, sobre el gobierno monárquico en el Perú.

Sayán, marzo 1 de 1822.

Muy señor mío: acaba de llegar a mis manos la Gaceta de 23 del próximo pasado mes de febrero, en que se han indicado al público tres importantísimas cuestiones, que por la primera vez van a ocupar la atención de la Sociedad Patriótica. Ninguna de ellas puede estimarse como menos interesante; pues que todas tienden directamente a la consolidación del sistema y a la gloria nacional. Sin embargo, la primera, como que en ella se trata de indagar, cuál deba ser el régimen que constituya la sociedad peruana, creo que haya llamado toda la contemplación de los socios, y que tenga en movimiento a los pensadores de esta capital, y aun a los que sólo oyen de pie parado a los oráculos de la sabiduría. Por lo que a mí toca, que soy de este indefinido número, he entrado en una agitación extraordinaria desde el momento, en que leí la Gaceta; porque, amigo mío, también soy de la familia, y es muy regular, que al discutirse puntos relativos a su conservación y felicidad, levante mi cabeza, y siquiera pregunte lo que sucede en casa.
Por consiguiente, ya no extrañará V. que me proponga hacer algunas ligeras observaciones sobre la forma de gobierno más adaptable al Estado peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización, a pesar de que no poseo, ni los talentos, ni las luces necesarias ni que las circunstancias de mi quebrantada salud permiten traspasar los límites de una carta. Mas, sí tendré mucho cuidado en omitir todo lo que huela a erudición insípida e impertinente, respecto de que no se trata de ostentar lo que se ha leído, ni cubrir con apóstrofes y exclamaciones lo que se ha dejado de leer. Ventilamos una cuestión práctica, trascendental a generaciones enteras, y que si se resuelve con otros datos, que no sean tomados de las mismas cosas, según naturalmente vengan, somos perdidos, sin que ningún poder humano pueda remediarlo. Así, pues, desde este instante: fuera pasiones viles de adulación o de interés; lejos de mí afecciones particulares, esperanzas y temores; y cuanto pueda empañar el esplendor de la verdad. No es esta una negociación de gentes privada, ni se ha propuesto esclarecer la sucesión de un mayorazgo. Cómo seamos establemente libres; cómo nuestra tierra llegue al último punto de engrandecimiento; cómo acumule toda su riqueza, y se devuelva a influjo del gobierno el genio de la industria, y del comercio y de la agricultura sobre su fértil suelo; cómo se afiance el procomunal perennemente; cómo la fatal discordia aparte de nosotros su formidable tea, bajo una administración adecuada al mínimun de nuestros males, y al máximum de nuestros bienes; y cómo por fin gustemos en dulce contentamiento los frutos de tan costosos sacrificios, a la sombra del árbol de la independencia; he allí el objeto de todas nuestras inquisiciones. Y todo lo que le sea incongruente, que se separe, y vaya a entretener la afición de viles egoístas, de infames mercenarios.
Con tales prevenciones entro en materia, y lo primero que se presenta sobre el papel, es el gobierno monárquico, como una de las formas más antiguas, y que reúne el voto de muchos escritores, aunque no de tanta y tan grave autoridad, que no puedan ser batidos completamente, y más cuando rollizos e innumerables volúmenes de pergamino se han precipitado de las bibliotecas, que formaron los siglos 12, 13 y hermanos, al aparecer el pacto social, pequeño folleto a la verdad, pero tan prodigioso como la piedrezuela, que derribó la gigantesca estatua del rey de Asiria. ¡Gracias al virtuoso ciudadano de Ginebra, que enseñó a aplicar el arte de discutir al de obedecerse a sí mismo, aún bajo las instituciones sociales!
Ciertamente, que el gobierno monárquico es el más sencillo; y cuantos lo han analizado, se han detenido únicamente en el modo de enfrentar la autoridad del monarca. De aquí, senados que propongan, congresos que representen, y otros establecimientos, que moderen reduciéndose en sustancia tantos conatos, a evitar que el rey sea absoluto, y procurar que su régimen mantenga la libertad civil, esto es, el ejercicio de las leyes, que los mismos pueblos se dicten sin restricción para su felicidad, y seguranza de sus imprescriptibles derechos. A esto, y a nada más, se dirigen las sublimes teorías de escritores profundos y benéficos, que han meditado acerca de la dignidad del hombre; estos intentan sostener esas constituciones de los pueblos libres, sazonado fruto de la filosofía y la política, y de la reunión de los afortunados padres, que abogando por la causa de sus comitentes, deben llamarse los sacerdotes de la patria, cuyos fieles labios custodian el arca santa de la libertad del pueblo. Que por lo demás, y para depender de una voluntad absoluta, muy poca ciencia se necesita. Basta saber temblar siquiera con la memoria de una testa coronada, basta concentrar en sí mismo los augustos intereses de todo un pueblo, basta conformarse con inveteradas habitudes y, sobre todo, basta congratularse de ser esclavo; cuyas consideraciones, siendo tan degradantes, no pueden ser objeto, no digo, de discusiones públicas, pero ni aun de pura conversación. ¡Quién podrá negar, que el pensamiento de monarquía absoluta es una herejía política!
Seguir Leyendo...


Pero, volviendo al mismo tema monárquico bajo las bases de una constitución liberal ¿cuál ha llegado a ser el último resultado práctico que nos enseña la experiencia? Servidumbre al fin de los pueblos que obedecen y sancionado despotismo de los soberanos, que gobiernan. Porque es observación fundada, que para resistir eficaz y constantemente la voluntad de un hombre, que sabe que ha nacido para mandar, que su raza tiene derecho exclusivo de mandar, y que de su mandar nadie le ha de tomar cuenta; hasta hoy no se ha encontrado arbitrio suficiente, sin embargo de cortapisas indicadas, que tarde o temprano llegan a ser impotentes; porque tarde o temprano ha de llegar a hacer su presa una dinastía, que incesantemente atalaya la ocasión de echar la cadena al cuello. No se puede imaginar la sangre derramada a las márgenes del Támesis, por defender la magna carta contra los ataques de los Enriques y Guillermos; horrorizan las atrocidades, que produjo el tenaz empeño de restablecer a los Estuardos; se inflama el espíritu en furor al ver la desventura de los comuneros castellanos, que no han podido repararse de la jornada de Villalar; y la generación presente aún no aparta su admiración de la sangrienta escena de la Francia. Desengañémonos, nada escarmienta a los reyes, ni nada será capaz de persuadirles, que son hombres como los demás,. Cuantas veces se han alarmado interiormente los pueblos, ha sido por sostener un pleito, que los monarcas les han puesto para usurparles sus derechos, pleito que jamás transigirán de buena fe.
Evitemos, pues, en tiempo tamaños males, no introduzcamos nosotros mismos el funesto pus, y después de plácidos días, y lisonjeras esperanzas, la noche menos pensada se gangrene todo el cuerpo. La materia es ardua desde luego; pues que determinar la forma de un gobierno, atendidas la extensión del territorio, costumbre, etc., demanda mucho; bien que si procedemos con franqueza y buena fe, avanzaremos fructuosamente. Acerquémonos pues, tomemos el anteojo, y recorriendo lentamente sobre una eminencia el lejano horizonte del segmento de esfera que pisamos, examinemos. ¿Si los hijos del primer luminar del universo deben ser regidos por la voz de un hombre, que se titule soberano, y si en su cetro pueden cifrarse el máximum de nuestros bienes y la gloria y el honor y nombradía, que le esperan al Perú como Estado verdaderamente libre?
Se han hecho tan análogas, y conexas ciertas ideas con algunos objetos, que cuando se piensa en estos, retozan al momento aquellas en la imaginación, sin dar lugar a otras, que, examinada la naturaleza de las cosas, debieran tenerse más presente. Tales son, las que expresan estas voces extensión, población costumbres, civilización, luego que se habla de las leyes fundamentales de un país, o de la forma de su gobierno. Ellas solas entran, como circunstancias absolutamente imprescindibles, al aplicar el discurso a materia tan ardua e importante, cuando, si hemos de ser exactos, no merecen tanta preferencia.
Se trata del gobierno permanente del Perú; pues este debe atemperarse a su extensión, costumbres, etc. Este es un dogma político; los más célebres publicistas se contraen a estos puntos o respectos, cuando escriben sobre legislación; luego nosotros también, ya que nos ha llegado nuestra vez. Con tal preparación, descendemos a la arena, olvidándonos de lo principal, prescindiendo del dato más necesario, apartándonos del objeto, porque se constituyeron las sociedades y se establecieron los gobiernos; hablo de la libertad, de ese coelemento de nuestra existencia racional, sin la cual los pueblos son rebaños, y toda institución inútil. Con que, omitida esta circunstancia entre las que enumera la cuestión propuesta, tenemos que suplirla, o a lo menos examinarla por este lado, para contraernos después a los otros términos; que así, se habrá conseguido dar a las ideas su orden respectivo.
Un autor, célebre por la extraordinaria liberalidad de sus principios, y por la fuerza de su raciocinio, quiere que el gobierno se aproxime, cuanto sea posible, a la
sociedad. Quiere poco; yo quisiera, que el gobierno del Perú fuese una misma cosa que la sociedad peruana, así como un vaso esférico es lo mismo que un vaso con figura esférica. En efecto, distinguir el gobierno de la sociedad, es distinguir una cosa de ella misma; porque la exigencia social no tiende sino al orden, y este orden a la consolidación o guarda de los derechos recíprocos; lo cual, no puede conseguirse sin algunas reglas fundamentales; y estas son las que forman el gobierno. Luego establecer el régimen del Perú, es fijar la salvaguardia de nuestro derechos, es constituir la sociedad peruana. Y como sea ya enseñanza vulgar de derecho de gentes, que los hombres se unieron bajo este pacto, o se organizaron civilmente, por conservar unos derechos a expensas de otros; claro es, que toda forma constitutiva debe asegurar aquellos de tal manera que si queda expuesto alguno, en el hecho mismo es nula, sin que nadie pueda legitimarla; pues los hombres no tienen facultad para dispensar condiciones dependientes de la voluntad de Dios, comunicada al linaje humano por el uso de la recta razón, y que envuelven prerrogativas ingénitas a su ser.
De consiguiente al determinar nuestra constitución, debemos atender:
1° A la conservación de los derechos imprescriptibles e irrenunciables, cuales son
libertad, seguridad y propiedad, en términos que nunca jamás puedan ser defraudados, y sí, disfrutados en toda la plenitud de su ejercicio conforme al espíritu de la convención civil. 2° A la conveniencia de esta inomitible base con las medidas posteriores, que demandan los respectos apuntados en la enunciación del problema.
La forma de gobierno, que comprenda ambas partes, esa será la adaptable a nuestro Estado; porque tratándose de nuestra creación política, sería una necedad no procurar lo mejor, ¿Y será, la monarquía este óptimum deseado? Hoc opus, hic
labor.
Conocida es la blandura del carácter peruano, y su predisposición a recibir las formas que se le quiera dar, y mucho más, si se adoptan maneras agradables e insinuantes. De lo cual, como de la larga opresión en que hemos vivido, depende la falta de energía y celo por la libertad, sin que neguemos por esto nuestra aptitud reactiva contra el despotismo. Pero, cuidándose de un plan permanente, no deben entrar, como medio de resistencia para afianzar el objeto propuesto, hechos particulares; porque una vez establecido aquel, sería una desgracia tener que recurrir a éstos. Ahora bien: debilitada nuestra fuerza, y avezados al sistema colonial, cuya educación debe habernos dado una segunda naturaleza ¿Qué seríamos? ¿Qué tendríamos? ¿Cómo hablaríamos a la presencia de un monarca?
Yo lo diré: seríamos excelentes vasallos, y nunca ciudadanos; tendríamos aspiraciones serviles, y nuestro placer consistiría en que S. M. extendiese su real mano, para que le besásemos; solicitaríamos con ansia verle comer; y nuestro lenguaje explicaría con propiedad nuestra obediencia. ¿No es amo el monarca en boca de las clases más distinguidas? No nos deslumbremos, por el sacro amor que nos merece la patria, con instituciones pomposas. Restablezcamos en todo su esplendor la dignidad de hombres propiamente tales; que tiempo hay, para que la virtud, el talento, la sabiduría y las hazañas formen distinciones. No olvidemos, de que la mano regia es demasiado poderosa, y que quien llega a sentirla en toda extensión, no tiene persona, no conoce propiedad, no siente en sí el mágico impulso de la libertad. Estas prerrogativas sólo se conservan por los que están habituados a defenderlas, y de hecho las defienden perennemente con la eficacia de su carácter, librado en las instituciones populares. Si el hombre en sociedad ha asegurado sus preeminencias naturales no por eso ha perdido su tendencia a usurpar las de sus socios. Toda la dificultad está en el buen éxito; y seguro de este, nada teme. Así que, la oportunidad de oprimir sólo depende de la ineptitud de resistir; y a la manera que en el estado natural, ella consiste en la debilidad física, en el social nace de la flaqueza civil. ¿Cómo nos defenderíamos de la real opresión, si poco diestros en el ejercicio de nuestros derechos, no hemos sabido más que obedecer ciegamente? Un trono en el Perú sería acaso más despótico que en Asia, y asentada la paz, se disputarían los mandatarios la palma de la tiranía.
No tiene duda. El orden moral sigue la misma economía, que el físico; y al modo que en un cuerpo elástico, largo tiempo comprimido, llega a entorpecerse su fuerza expansiva, tanto que necesita nuevo y vigoroso estímulo, para restituirse con su energía primitiva, si se le vuelve a oponer obstáculo; así la libertad, o sea el conato a ella, sofocado por centenares de años exige un agente poderoso que la excite vivamente y tal como debe quedar para mantener la actividad de su resorte.
Conviene pues, que por repetidos ejemplos nos convenzamos de que somos realmente libres; que sacudamos las afecciones serviles; que nos desperecemos del profundo sueño que ha grabado nuestros miembros; que nos saturemos en fin de libertad. Y por cierto que una testa coronada no llenará perfectamente estos empeños; cuando por una fatal experiencia sabemos, que ser rey, e imaginarse dueño de vidas y haciendas, todo es uno; que los pueblos son considerados como vasallos de estas divinidades, y que su industria y su trabajo deben convertirse en su grandeza. Pero, lo que es más doloroso, los mismos vasallos llegan a persuadirse de esto, por la práctica de hincar la rodilla, por la expectación continua del soberano tren, y por los funestos halagos de una corte imponente, y corrompida. Pues aún hay más; los súbditos llegan a convertirse en propio derecho al vasallaje, alarmándose contra sus hermanos, que, por una particular fortuna se atreven a reclamar sus fuerzas en medio de la esclavitud. No nos elevemos sobre la historia de nuestros días. Los españoles despiertan de su letargo; creen afirmadas sus libertades con su carta constitucional; la sombra de Padilla vaga por todas partes; y la memoria de Ronquillo es detestada. Sinembargo, viene Fernando al trono, sabe que su nación se lo ha conservado; y tanta lealtad, y sacrificios tantos, se remuneran con el venerando decreto de 4 de Mayo, con la espantable persecución de los padres de su patria, con la ejecución de los valientes, que lo habían arrancado de las garras de la águila francesa. Y ¿con quién contó este déspota para tamaños atentados? Notorio es que con los mismos españoles en quienes se había desvirtuado enteramente el sentido íntimo de la libertad. Con la opinión de ellos, y con sus brazos sumerge de nuevo el reino en el abatimiento; seis años transcurren para que se reanimen Quiroga y Riego.
Restitúyese el goce de la constitución; pues todavía hay serviles que pelean por derogarla. ¡Qué destino el de los hombres! Las sencillas palomas nunca se avienen con los milanos, huyen cuanto pueden de sus asechanzas; pero nosotros nos disputamos la gloria de rellenar con nuestra sangre un estómago real. Las ovejas todavía no han celebrado convenciones con los lobos; pero los racionales vendemos nuestros juros, concedidos por la naturaleza, a los que se titulan soberanos. Admírase a Esaú vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas, y no extraña ver a la imagen de Dios, dando gracias por la servidumbre, que sobre su frente le ha marcado un cetro. Parece que es nuestra herencia la bajeza.
Se cae la pluma de la mano, al reflexionar cuánto han trabajado las generaciones por esclavizarse, y cómo millones de hombres han descendido al sepulcro, sujetos duramente a la voz de una dinastía reinante.
¿Y será posible que igual suerte toque a las opulentas regiones del Perú, cuando con sólo tornar la cara al norte vemos abierto el inefable libro, en que con caracteres de oro se lee libertad, igualdad, seguridad, propiedad? Si tal sucede, nuestra degradación es infalible, y la proscripción práctica de nuestros augustos derechos irremediable. Lograríamos en trueque de ellos ser peritísimos en el abierto arte de pretender; el interés particular sería nuestro continuo estudio, y limitados al estrecho círculo, que abraza nuestro individuo, miraríamos con la más torpe indolencia la salud de la comunidad; las relaciones sociales, que vinculan la unión y la fuerza, se relajarían, así como desaparecerían todas las virtudes cívicas; porque ellas son incompatibles con sentimientos rastreros, que precisamente deben adquirirse bajo un gobierno en donde el medio de adular es el exclusivo medio de conseguir. Esta perspectiva espera el Perú, si se monarquiza; pues evitémosla oportunamente, y constituyámonos de manera que jamás se opaque el esplendor de nuestra dignidad. Pero reflexionemos también acerca de las otras circunstancias, que designa la cuestión, como necesarias.
La población del Perú no corresponde a su extensión; sus costumbres y civilización son el resultado de la conquista; luego pongamos rey. Consecuencia mezquina, y absolutamente disconforme con las beneficentísimas miras, que merece el país porque, si la población ocupase todo el territorio, y si las costumbres, y la civilización fuesen de otro orden, que el que se nos echa en cara, a buen seguro, que no se trataría de rey. Esta inducción nace de los mismos términos que se han fijado, y de las explicaciones de la sociedad patriótica. Y ¿Nos hemos de quedar, como se supone? Imaginarlo siquiera no sólo es una alta injuria al Perú, sino olvidarse del mismo blanco, a donde deben encaminarse todas nuestras fatigas y privaciones. Al declararse independiente el Perú, no se propuso sólo el acto material de no pertenecer ya a la que fue su metrópoli ni de decir alta voce: ya soy independiente; sería pueril tal contentamiento. Lo que quiso, y lo que quiere es: que esa pequeña población se centuplique: que esas costumbres se descolonicen; que esa ilustración toque su máximum; y que al concurso simultáneo de estas medras, no sólo vea nuestra tierra empedradas sus calles con oro y plata, sino que de cementerio, se convierta en patria de vivientes. Con que cuando se hace mérito de la población etc. para acomodar la forma de gobierno, no debe fijarse la atención en el estado actual de estas circunstancias, sino sobre el que puedan y deban tener en adelante. Y, adecuándose la forma monárquica, según el espíritu de la proposición a la situación decadente en que se halla el país, mal puede llenar nuestros deseos. Todo aquello obra en razón de su adaptabilidad al fin que se aplica, y la esfera de su actividad no puede extenderse más allá de su poder intrínseco: luego, si la monarquía se considera apta a nuestro estado actual, en el mismo debe mantenernos; luego, si se ha resuelto el problema a su favor, se ha resuelto la continuación de nuestros males, o con más propiedad, el insuperable obstáculo de nuestros futuros bienes. Hablemos de buena fe: si se trata de nuestro máximo engrandecimiento, la monarquía es inadaptable, porque se conceptúa acomodable a la situación presente. Y si no se trata de él, mejor es que no nos recalentemos el cerebro con meras especulaciones. Mas no salgamos de los términos.
¡La extensión...! ¿Qué tiene la extensión de adecuado a la monarquía? Obvia es la respuesta. Un campo más dilatado, en que pueda blandirse la tremebunda vara del despotismo; una inmensa distancia desde el centro del gobierno a los puntos de su circunferencia, y en ese intervalo, un enjambre de autoridades intermedias, a quienes tiene cuenta, previene el concepto del rey en razón opuesta de lo que sucede en las provincias, y a aquel, que así sea; de suerte que, cuando a alguno se le separa la cabeza de los hombros, es por el crimen de lesa majestad, aunque la causa haya sido un rodillo del mandador. ¿Qué tiene la extensión? Es, que los monarcas son tan grandes, que sólo lo muy grande les cuadra bien.
La población... ¿Cómo nos entendemos? Ya el rey bajó mucho; pues territorio sin gente no vale nada, y la poca que hay aún no basta para carabineros reales, guardias de corps, gentiles hombres, caballerizos, mayordomos y demás turba palaciega; sin perjuicio de los regimientos, que sostengan la diadema regia, y que al mismo tiempo, protejan los caprichos del hermano, del tío y del aliado, reyes de tal y tal parte, cuando sus majestades han determinado tapar el resuello a una centena de miles, porque pidieron pan, reservándose desde luego el motivo en su real ánimo.
¡Las costumbres! ¿Y la civilización? ¡Qué desgraciados somos los peruanos!
Después de pocos, malos y tontos. Sólo los pueblos muy virtuosos y muy sabios no son dignos de regirse por monarcas. Con todo, nosotros no cebamos nuestras piscinas con las carnes de nuestros esclavos, para que sean más sabrosas, y tal cual conocemos el sistema representativo. La religión santa que profesamos, y las luces que difunde el siglo pueden morigerarnos y civilizarnos con más ventajas que a los romanos sus arúspices, y sus senado-consultos. Además, es cosa averiguada, que nadie se engaña en negocio propio: todos más o menos poseemos el caudal necesario, y los conocimientos precisos para el séquito de este juicio, que es de toda la familia peruana. Con que, el estar, como neciamente se presume, los peruanos en la primera grada de la escala de la civilización, no es motivo para ahogarnos con la real coyunda. ¡Por cierto, que ella nos adelantará mucho...! Compruébalo palmariamente la Santa Inquisición en las monarquías absolutas; y la prohibición de escritos, que analizan los derechos del hombre, en las moderadas o representativas. El verdinegro estandarte en aquellas, y las llamas junto con la mano del verdugo en éstas, son los vehículos de la ilustración civil.
Pero amigo mío, figurémonos por un instante bajo el régimen monárquico. ¿Podrá agradar esta conducta a los demás estados independientes? Colombia se ha constituido en república, Chile y Buenos Aires están al consolidarse bajo igual sistema. La causa de nuestra separación de España es una en todas las secciones del continente, nuestros intereses públicos los mismos; pues nuestra concordia y fraternidad no deben exponerse por sola la imprudencia de establecernos en manera opuesta. No infundamos desconfianza, y vaya a creerse, que procuramos atentar con el tiempo su independencia; antes sí, manifestemos, que en todo somos perfectamente iguales, y que habiendo levantado el grito contra un rey, aún la memoria de este nombre nos autoriza. Verdaderamente, que con sólo pensarlo, ya oyen de nuevo los peruanos el ronco son de las cadenas que acaban de romper. Bruto no fue tan vehemente en la consecución de la libertad, arrojando a los Tarquinos de Roma, como celoso de su custodia, haciendo jurar solemnemente al pueblo, que no permitiría reinar a nadie.
Últimamente, la cuestión es práctica y, según entiendo, no atañe resolverla a la Sociedad Patriótica. ¿Se dirá, pregunta el célebre Washington al dimitir segunda vez el supremo mando de los Estados Unidos, se dirá que un “gobierno, compuesto de tantas, y tan diversas partes, y que abraza un espacio casi inmenso, difícilmente puede subsistir? A la experiencia toca solucionar este problema; y sería un crimen autorizarse con puras teorías para repeler un ensayo.
Debemos creer, que un gobierno central, sostenido por la concurrencia de gobiernos locales y sabiamente combinado con ellos puede ser adecuado para nosotros; hagamos francamente la prueba”: Los votos de este padre de su patria se han cumplido, y con sola la consideración, de que en 1790, la población de aquellos países llegaba escasamente a 3.000.000, y que según el mismo censo pasa de 9 millones y medio, son manifiestas las ventajas de su gobierno.
Los ingleses de Norte América fueron colonos, aspiraron a su independencia y la consiguieron; asentaron felizmente las bases de su constitución, y son libres. En cuanto a lo primero, hemos conseguido la victoria; nos resta fijar establemente lo segundo con la ley fundamental. Y mientras el suspirado 28 de julio se aproxima y el periódico de la sociedad nos instruye acerca de su opinión en este punto, publique Ud. si fuese de su agrado, este borrón.- De Ud. su atento S. S. Q. B. S.M.

El Solitario de Sayán
La Abeja Republicana, Lima, jueves 15 de agosto de 1822.

No hay comentarios.: